Señores:
Las leyes, las costumbres, les conceden el
derecho de medir el espíritu. Esta jurisdicción soberana y terrible, ustedes la
ejercen con su entendimiento. No nos hagan reír. La credulidad de los pueblos
civilizados, de los especialistas, de los gobernantes, reviste a la psiquiatría
de inexplicables luces sobrenaturales. La profesión que ustedes ejercen está
juzgada de antemano. No pensamos discutir aquí el valor de esa ciencia, ni la
dudosa realidad de las enfermedades mentales. Pero por cada cien pretendidas
patogenias, donde se desencadena la confusión de la materia y del espíritu, por
cada cien clasificaciones donde las más vagas son también las únicas utilizables,
¿cuántas nobles tentativas se han hecho para acercarse al mundo cerebral en el
que viven todos aquellos que ustedes han encerrado? ¿Cuántos de ustedes, por
ejemplo, consideran que el sueño del demente precoz o las imágenes que lo
acosan, son algo más que una ensalada de palabras?
No nos sorprende ver hasta qué punto ustedes
están por debajo de una tarea para la que sólo hay muy pocos predestinados.
Pero nos rebelamos contra el derecho concedido a ciertos hombres, incapacitados
o no, de dar por terminadas sus investigaciones en el campo del espíritu con un
veredicto de encarcelamiento perpetuo.
¡Y qué encarcelamiento! Se sabe, nunca se
sabrá lo suficiente, que los asilos, lejos de ser “asilos”, son cárceles
horrendas donde los recluidos proveen mano de obra gratuita y cómoda, y donde
la brutalidad es norma. Y ustedes toleran todo esto. El hospicio de alienados,
bajo el amparo de la ciencia y de la justicia, es comparable a los cuarteles, a
las cárceles, a los penales
.
.
No nos referimos aquí a las internaciones
arbitrarias, para evitarles la molestia de un fácil desmentido. Afirmamos que
gran parte de sus internados, completamente locos según la definición oficial,
están también recluidos arbitrariamente. Y no podemos admitir que se impida el
libre desenvolvimiento de un delirio, tan legítimo y lógico como cualquier otra
serie de ideas y de actos humanos. La represión de las reacciones antisociales
es tan quimérica como inaceptable en principio. Todos los actos individuales
son antisociales. Los locos son las víctimas individuales por excelencia de la
dictadura social. Y en nombre de esa individualidad, que es patrimonio del
hombre, reclamamos la libertad de esos galeotes de la sensibilidad, ya que no
está dentro de las facultades de la ley el condenar a encierro a todos aquellos
que piensan y obran
.
.
Sin insistir en
el carácter verdaderamente genial de las manifestaciones de ciertos locos, en
la medida de nuestra aptitud para estimarlas, afirmamos la legitimidad absoluta
de su concepción de la realidad y de todos los actos que de ella se derivan.
Esperamos que mañana por la mañana, a la hora de la visita médica,
recuerden esto, cuando traten de conversar sin léxico con esos hombres sobre
los cuales, reconózcanlo, sólo tienen la superioridad que da la fuerza.
De: Carta a los directores de asilos de locos
Antonin Artaud (1925:11-13)
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